Los álamos tiemblan al soplo del atardecer.
El otoño oscurece a esos labios tempranos
donde todo amanecía transparente, manzana.
El gallo solar retorna a las neblinas
a la estaca solitaria donde ya no es Pan.
Todos los caminos ya no conducen al cuerpo.
El otoño pule su lámpara de llovizna
en el bostezo de un lince, en el temblor
de los álamos,
en la pereza del caballo
hacia el heno,
de la gaviota hacia el mar.
La pereza de esos labios que-antaño-no eran
mudas cenizas.
Hace tiempo que ya no escucho nada
ni siquiera al zureo de las palomas mentales
ni al hojoso murmullo del dolor que a veces
suena como el idilio de Sigfrido
los revólveres nevados mutuamente se idolatran
y los verdugos memorizan como a un credo
el ars poetica de Horacio
anejo a mis ruinas todo queda encantado:
mis manos colmadas de luciérnagas
son más felices que mi deseo.
Como restos de humo al extinguirse una fogata
aún alardea mi voz llamando a las cosas por su nombre:
puente álamo révolver naranjas...
aún intento emitir señales grises de comunicación
pero así como el humo no tarda en disolverse en el cielo
así mi voz no tarda en disolverse en las palabras
que también se extinguirán
sólo permanece el aroma esencial de las cosas:
muere el melocotón en los labios
no su aroma en el tiempo.
Cerrados para mí los paraninfos
-allí deciden el precio medio de las palabras-
vuelvo al poema que sólo aspira
durar
lo que la flor del ciruelo
o el vino en la copa.
Sin deberes como manzanas sucias
sin más exilio que darse un paseo diariamente
por las afueras de la serenidad
viviré cerca del lobo
echado en la más alta
colina
junto a la aurora boreal:
él es el único que ha comprendido
el por qué
de tantas huídas tantas carroñas mentales
el por qué de haberme arrancado los ojos
para no ver más la Esfinge
los destrozos de la siega final.
Hoy es la última función
de tu voz-máscara
cada noche te encierras
en la palabra
o su celda más limpia
la luna desova sus larvas de luz
en un nevado vitral de tus ojos
la ciudad enferma amanece con tos de niño.
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